Belen Franco Contacto
 
   
     
       
 
       
       
 

Textos del catálogo de la exposición "Lecturas de la Era Terciaria“. Galería Juan Amiano (Pamplona)
Del 18 de Febrero al 21 de Marzo de 2005

El universo está en una palabra. La muerte de la
palabra es la muerte del universo.

Edmond Jabès
-El libro de los márgenes-

Solo en sus límites radicales el universo entero se pliega y curva catastróficamente, sometiéndose ora al imperio de fuerzas sobrehumanas inimaginables (Big Bang, Big Crunch, Creación, Apocalipsis), ora a la potencia imaginativa del hombre (la fantasía, sus sueños). Entre ambos extremos acontece todo ese fluir de discontinuidades que pautan el arte y la vida en las esferas supra e infralunar: cuanto acontece, lo que es.

La pintura que Belén Franco se trae entre manos los últimos años, dedicados en exclusividad a la esencia del paisaje, indaga con toda consciencia en estos principios, para sorpresa, y quizás no poco malestar, de quienes mejor se habrían acercado a sus panorámicas con la esperanza de encontrar allí un punto de fuga -una perspectiva sobre el mundo: una opinión- poco inquisitiva, o mas complaciente con el orden aparente de las cosas.

Lo cierto es que no se hallaran aquí vistas idílicas, ni un viento que, con su sombra, sobre la alta hierba escriba la Ietra de una canción de cuna para adormecernos contemplativamente. Porque, en el caso particular que ahora nos ocupa, el destino y el laberinto, expresados con el accidente plástico de la mancha arrojada azarosamente sobre el soporte, constituyen los acontecimientos primigenios - terra incognita - de los que parte la artista, suponiendo para ella el principio de una voluntad de orden, de forma. Algo así como la mítica inspiración oracular: el balbuceo del verbo que cortará el plano del infinito encadenamiento del caos y lo informe. A partir de entonces, como recordaba Leonardo siguiendo el precepto de Botticelli de embeber una esponja de colores y estamparla contra un muro, se habrá de encontrar proyectado el camino de regreso al orden de la representación. Pero -concluía el de Vinci- aunque estas manchas alimenten tu invención, no te enseñarán a rematar detalle alguno. Y aquel pintor hizo muy pobres paisajes.

Así pues, en el limes a partir del cual empiezan nuestras tierras cultivadas frente a las bárbaras e incultas, es decir, en la decisión de cómo separar lo invisible de cuanto podemos reconocer, estriba la maravillosa condición visionaria de estas imágenes. Línea de sombra, nunca mejor dicho, a cada lado de la cual el mundo entero aparece o desaparece, y cuyo perfil Belén Franco me confesaba haber descubierto por completo arbitrario: entre las trazas decisivas que se organizan al dibujar un paisaje, la Naturaleza misma puede ser cualquier cosa; entre esos cortes que lo fijan, todo es indiferente. Lo curioso es que para alcanzar semejante certeza su pintura baya tenido que distraerse de tal modo, ensimismándose contemplativamente en los avatares y requiebros de esa naturaleza que, hasta la fecha, no le habla ofrecido sino un marco, escenario o fondo atravesado por sus personajes, y en donde sus historias se desenvolvían y ramificaban, proliferantes.

Será quizás porque, como ya ocurriera a De Chirico, parecía necesaria toda ausencia humana en el hombre para que se hiciera evidente la mas inquietante extrañeza, desencadenando lo siniestro y fantasmal en el aspecto familiar de las cosas, como el rostro perverso de lo ya visto y bien conocido al mirarlo de forma inédita. Él remitió con frecuencia ese desasosiego a los paisajes de la época terciaria, y ya en sus memorias encontramos el recuerdo infantil de una enorme mariposa mecánica, cuando, convaleciente, desde mi camita miraba aquel juguete, curioso y asustado, como los primeras hombres debían mirar a los pterodáctilos gigantes, que en los crepúsculos sofocantes y en las gélidas auroras volaban pesadamente con sus alas de carne sobre los lagos calientes, que borboteaban y eructaban bufidos de vapor sulfúreo.

Pues bien, también en los trabajos recientes de Belén Franco han desaparecido aquellas mujeres minúsculas que, aunque al borde de la anécdota, organizaban férreamente la lectura de la imagen con sus escalas, distancias, proporciones, altura respecto al piano del horizonte, etcétera. Todas ellas recorrían el persistente camino que se rasgaba en cada uno de los paisajes de nuestra pintora hasta hace bien poco, sin encontrar algo muy distinto al sueño improbable y febril de De Chirico, con sus anacronismos prehistóricos y la soledad eterna de sus signos. De hecho, hasta tal punto es así, que bien pudiéramos ahora hacer nuestra esta otra idea de la poética del pintor de la melancolía de entreguerras: La obra de arte metafísico es, en cuanto al aspecto, serena; pero da la impresión de que algo nuevo deba ocurrir en esa misma serenidad y de que otros signos, además de los ya manifiestos, vayan a irrumpir en el cuadrado de la tela. Éste es un síntoma revelador de la profundidad habitada.

Por último, y para acabar, una nota casi personal. La pintura de Belén Franco comparte con la figura y la personalidad de la propia artista algo de esa inocencia, fragilidad e inofensiva apariencia de las formas que hacen más inesperado el efecto que se sufre cuando, tras su trato, sin ampulosidad ni apenas retórica, ambas te descubren buena parte de la tan compleja y turbadora comprensión de cuanto acontece, lo que es. Quiero decir, del arte y la vida.

Óscar Alonso Molina (Madrid, diciembre 2004)

Textos del catálogo de la exposición “Lecturas de Geología“. Galería Amparo Gámir (Madrid)
Mayo-Junio 2004

Por no poder andar cruzando continentes
y tampoco sentarme en el paisaje de mi casa
recorro el mundo, pincelillo en ristre,
soñando estar cogiendo esos caminos
¡tantos! que, en cada viaje,
dejé a los lados del paisaje.

Belén Franco. 2003

Al otro lado del Atlas, comienza el desierto. La brusquedad del cambio visual tras unos panoramas de valles verdes, bosques y abruptas montañas provoca en el viajero una auténtica conmoción sensorial y el paisaje revela de nuevo su inagotable capacidad como desencadenante de sensaciones y de pensamiento. Antes de que el desierto imponga del todo su silencio, haga callar a los ríos, humille a las montañas con sus severas leyes horizontales, encontramos todavía al otro lado profundos cañones que muestran la rebelde verticalidad de sus paredes desnudas y más abajo el vértigo de los cauces medio secos de los ríos que conservan imponentes acumulaciones de cantos rodados como testimonio de un trabajo impecable interrumpido hace cientos de años. Asomarse a la topografía de estos valles produce tanta emoción como contemplar los vestigios de una civilización perdida. El avance del desierto ha hecho inútil allí revestir esta geografía monumental con el disfraz de la civilización y en pocos lugares se conservan tan intactas huellas que nos permitan imaginar los mil episodios de una agitada historia, como si se hubieran hecho realidad ante nuestros ojos los olvidados dibujos de un libro de geología. Ese mísero riachuelo díscolo, junto al que se apiñan flores y hierbajos de vida efímera y que lucha por sobrevivir dando tumbos abriéndose paso como puede a través de la llanura calcinada, fue con toda probabilidad en otro tiempo el poderoso artífice de esta titánica arquitectura de cañones y valles, pero ahora susurra con débil murmullo de moribundo una última y sumisa plegaria. Podemos invocar nuestra imaginación para suponer viejas culturas viviendo confiadas durante siglos en sus orillas antes de que el desierto fuera adueñándose para siempre de estas tierras, pero no es sólo eso lo que dota a este paisaje de frontera de un inusual elocuencia. La desnudez de la naturaleza impone allí en primer término una lectura distanciada, casi científica de sus formas, que nos conmueve ante todo por la precisión y por la inexorabilidad de sus leyes. Despojada de todo indicio de civilización, la naturaleza exhibe su sabiduría y exige del contemplador una atención analítica y minuciosa no tanto de su poder como de su profesionalidad. Sólo después, como si hubiésemos reconstruido en un minuto, sin darnos cuenta, todo el complejo proceso frente al paisaje que nos lleva de la ilustración al romanticismo, caemos conmovidos ante su belleza.

Cuando contemplé las últimas pinturas que Belén Franco había pintado en su estudio tan profundo como una caverna, a la luz de su memoria y de las imperturbables descripciones de un libro de geología, rememore el mismo repertorio de sensaciones que había sentido frente a la insólita sucesión de paisajes de aquel viaje al Atlas, pero debo decir que los comprendí mejor y comprobé una vez más como los pintores enseñan a mirar. El paisaje había sido con frecuencia lugar de referencia para los personajes de sus pinturas. Situados frente a él o a sus espaldas, a veces era el marco de sus solitarias meditaciones o de sus enigmáticos quehaceres, pero en muchos de sus cuadros cobraba fuerza, lo que constituye su mirada mas personal, la visión del paisaje como una envoltura exterior con la que debemos negociar nuestra vida, no sólo como fuente inmediata suministradora de sensaciones para nuestros sentidos sino ante todo porque también nosotros los que miramos, formamos parte inseparable de ella, aunque finjamos controlarla y dominarla. Las imágenes de personajes fundidos o traspasados por formas marinas o vegetales, constituían una deriva de su pintura que mostraba una percepción de la naturaleza como lugar de gozo, como suministradora de armonía, cercana al sentimiento de la naturaleza conciliador y sensorial de las culturas mediterráneas.

Sin embargo, Belén Franco sin duda llevando hasta su extremo esa deriva, ponía ante mis ojos unos paisajes en los se había ampliado considerablemente el radio de su mirada. Sus personajes casi imperceptibles, eran ahora espectadores que contemplaban desde lejos y en absoluta soledad, civilizados valles bien arropados por mullidas praderas y recorridas por obedientes ríos, antes de llegar como en un iniciático camino a unos escenarios que mostraban las manifestaciones mas indomables de la naturaleza, desoladores paisajes de tundra, amenazadores panoramas volcánicos, vertiginosos desfiladeros sobre los que podían también verse algunos vestigios humanos como un puente de inquietante fragilidad o unos postes de apariencia abandonada. En algunos, Belén Franco elegía la disposición horizontal ya clásica, utilizando la línea del horizonte para dividir el cielo y la tierra, rota por algunos elementos de verticalidad, el tronco seco o el árbol frondoso frente a los que era difícil sustraerse a una lectura simbólica. Pero en la serie de formatos más grandes la artista había optado por la verticalidad para dotar de todo el protagonismo, a la arquitectura del accidente geográfico, a la inusitada geometría de las rocas o de las formas vegetales, a la sutil multiplicidad cromática de los glaciares.

Belén Franco ha querido partir para la realización de estos paisajes de una distanciada descripción de las formas naturales, consciente de que el exceso de significación y de emotividad no haría sino restar fuerza a sus propósitos. Algunas de las descripciones literarias de paisajes más memorables que conozco están hechas por Juan Benet, cuyo ojo de ingeniero reconocía al momento la naturaleza y antigüedad de las rocas, y los avatares del geosinclinal y la falla. Porque esa descripción extremadamente racional del paisaje, ese apego a los términos extraídos de la ciencia , acaba abriendo un nuevo camino de aproximación a la naturaleza, acaba activando un nuevo resorte para su contemplación, que ya no es sólo la de su admiración frente a su dimensión mas misteriosa y salvaje que inspiró a los románticos ni tampoco solo la transmisión de la incertidumbre del hombre frente a la pérdida de cualquier clase de armonía que está detrás de algunas obras de Max Ernst. Conocedores estos paisajes de todos estos caminos es inevitable que encontremos en ellos sus huellas. Pero hay algo más. A comienzos del siglo XXI, la naturaleza, explorada y conocida hasta sus más recónditos lugares, ha perdido gran parte de su antigua carga simbólica. Ya no existe lugar por conquistar ni en su morfología ni en su estructura y el mandato bíblico de multiplicarse y extenderse por la tierra parece haber llegado a su culminación. Los artistas, han demostrado que se pueden empaquetar islas o desfiladeros como si fuesen tartas, o han extendido sobre el paisaje unos signos para marcar su dominio conceptual del territorio.

La elección de la pintura para acercarnos a la naturaleza, condiciona una aproximación diferente. En occidente, la pintura de paisaje surge paralelamente a la idea moderna de naturaleza en un momento en el que paradójicamente, el medio natural había empezado a ser un territorio alejado del ámbito visual mas inmediato del hombre, al tiempo que empezaba a perder su misterio y aparecían los primeros indicios de su domesticación y del conocimiento de sus secretos. Fue una reacción admirativa pero también nostálgica, que presuponía una visión dicotómica de un hombre dominador y un medio por dominar. Pero sin embargo, otras formas de sabiduría no occidentales han elaborado una relación unitaria menos dependiente de los ilusorios episodios del tiempo, que ha tenido también su traducción en la pintura, y que ha permanecido atenta a la interdependencia de todo lo que existe, a la íntima afinidad con lo que nos envuelve. Desvelados hoy los enigmas que reglamentan las leyes y los ritmos de las manifestaciones de lo natural, no se ha conseguido eliminar del todo la empatía con ellos o incluso con su memoria, pero los que lo hacen saben que deben regresar al momento previo, antes de que la melancolía romántica suscribiera un inevitable divorcio. Aproximarse a la naturaleza desde el análisis de su conformación, desde la observación distanciada de su trabajo impecable, vuelve a llevarnos más allá del bien y del mal, a ese lugar inmediatamente anterior a que los caminos se bifurcaran, antes de que apareciera la presuntuosa compasión y la equívoca mala conciencia de la modernidad. Como tantas veces es elevando el vuelo, ampliando el campo de visión como se acaba adquiriendo otra percepción de las cosas y es aquí donde comprendemos enteramente estos paisajes de Belén Franco, tan estrechamente relacionados con muchas de sus anteriores indagaciones, y donde cobran todo su sentido sus sistemáticas interrogaciones a la geología. Al fin y al cabo la ciencia, último reducto de una relativa certeza, está cada vez más cerca de convertirse en territorio de la poesía.

María Escribano

A veces pasa humilde, jaspeada y anhelante,
Otras corre sosegada
y se lleva hacia la nada mi mirada.
Corre en tempestades triunfante,
una chispa en el agua me da aliento.
Y la sombra de un árbol me entretela
de negra soledad el pensamiento.

Belén Franco. 2004

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